Sería un desperdicio que ciertas costumbres cayeran en el olvido porque cronistas copetudos no quisieron ocuparse de trivialidades. El historiador Carlo Ginsburg dice que lo trivial también importa. Aunque sea, para hacerte reflexionar sobre esto: si te parecen tontas las costumbres que ayer modelaban comportamientos, ¿qué valor darás mañana a tu afán por adecuarte, hoy, a tradiciones que te dejaron hechas?
Me pongo, pues, a dar testimonio para no desperdiciar memorias, y digo, con la seriedad que el tema amerita, que aquí en Rafaela, allá por los sesenta, en los bailes de Independiente, El Nueve, Quilmes y otros clubes, si querías sacar a bailar a una mina, tenías que acercarte a la mesa. Pedir baile de lejos, con un cabezazo, casi siempre tenía como respuesta que la mina desviara la mirada hacia el costado, como si no te hubiera visto. Porque el cabezazo parecía mezquino, reticente, calculador, como que querías asegurarte el sí antes de tomarte la molestia.
El cabezazo (hay que decirlo, para que ninguna tradición quede sin describir) tenía dos versiones. La masculina, solicitadora, era un gesto que involucraba dos movimientos de ejecución sutil y discreta: inclinación de la cabeza (hacia adelante) y simultánea elevación de cejas, esto último para que tu mirada se mantuviera posada en la requerida y no se confundiera con un superfluo vistazo al piso. En la versión femenina, no imposible pero tampoco probable, la elevación de cejas era reemplazada por una casi imperceptible caída de párpados, como si ella accediera más por caridad que por otra cosa.
Claro que ir a la mesa ponía en la mesa, si se me permite repetir mesa, el riesgo de que tu convite no fuera aceptado y tuvieras que pegar la vuelta con cara de qué me importa, mientras un frío te bajaba de la nuca al coxis, como si el universo entero hubiera estado pendiente del éxito o fracaso de tus avances. Pero en ese acto de coraje estaba el mérito del varón.
El buen estilo requería sobriedad, y un simple ¿bailás? estaba bien. Algunos se hacían los finolis, y caían en el kitsch, porque ¿gustás danzar? era un quemo sin retorno.
Si ella consentía, no te contestaba; se levantaba y estaba todo dicho. Si no aceptaba, la respuesta más usada era “estoy en baile”. Literalmente significaba que la pretendida se había comprometido a bailar con otro, pero era una fórmula de uso múltiple y también servía para decirte “no” sin aspereza.
Con ese bagaje de conocimientos, a principios del sesenta y cinco me fui a Rosario a emprender estudios superiores, que fueron someros y dejaron tiempo para otras experiencias, menos enderezadas pero forjadoras de carácter.
Algunas pueden contarse, y viene al caso la acontecida en un club de barrio, en baile de sábado a la noche. Abajo alumbraba la ginebra, y arriba, lamparitas de filamento que colgaban de un cableado desprolijo y sin disyuntor. La mina estaba con otras, y me pareció que me sostenía la mirada. Me acerqué a la mesa y le pedí baile en la forma educada, pero de costado contestó que no. Medio con fastidio recargó el vaso, que ya tenía suficiente Bidú Cola y rebalsó.
La cosa habría terminado ahí si no fuera porque, apenas me alejé, la rechazadora redobló su osadía visual, como recriminando a ese chabón incompetente que no entendiera cómo eran las cosas. Confundido, de lejos, volví a ofrecerle baile, pero ahora en la forma desaconsejada, el cabezazo. Y la mina cabeceó que sí.
Caminamos hasta encontrarnos más o menos a media distancia de los respectivos puntos de cabeceo, ingresamos a la pista de baile, y nos sumamos a la multitud que se ondulaba mecida por un chachachá de la Sonora Santanera. Cuando la conversación agotó los temas trascendentes (¿cómo te llamás? ¿venís seguido a este club? ¿sos del barrio? ¿te gustan los Beatles o Palito?), se dio la ocasión propicia para indagar el motivo del primer rechazo. Está mal visto, dijo la mina, que vayas hasta la mesa.
Así que, mirá vos, en Rosario reinaba el cabezazo.
Y para eso me las pasé memorizando costumbres, decime si valía la pena.