Actualizado el 15 septiembre 2018
Pero hay personas que tienen título de médico, y por lo tanto también estudiaron y conocen todo eso, pero desestiman la ciencia y ofrecen curar enfermedades utilizando medios equiparables a los de los hechiceros de tribus salvajes. Se llaman homeópatas. Practican la homeopatía, que es una seudociencia, o sea, falsa medicina.
La homeopatía es una idea que se le ocurrió al médico alemán Samuel Hahnemann a fines del siglo dieciocho. En esa época la medicina era mayormente intuitiva y los tratamientos consistían en sangrías, purgas, vomitivos, trepanaciones de cráneo, enemas con humo de tabaco y no mucho más. En ese ámbito, sin más fundamento que su voluntad y sus afirmaciones concluyentes jamás comprobadas, Hahnemann inventó la homeopatía. Desde entonces hasta hoy, mientras la ciencia siguió avanzando, la homeopatía sigue siendo exactamente igual que cuando fue inventada hace doscientos y pico de años. Por lo tanto, conocer las ideas de Hahnemann significa conocer qué es la homeopatía, hoy.
El principio básico (inventado por Hahnemann) es que “lo similar cura lo similar”, de modo que, si una sustancia produce en un cuerpo sano efectos similares a los de una enfermedad, esa sustancia puede ser usada para tratar a una persona que tiene esa enfermedad. Por suerte se dio cuenta de que puede ser muy peligroso suministrar a un enfermo una sustancia que incremente síntomas que ya tiene. Entonces, tuvo otra brillante idea. Se le ocurrió que diluir la sustancia en agua aumenta sus “poderes medicinales espirituales”, y reduce los efectos negativos. No sólo eso, sino que (siempre basado en su imaginación) dispuso que, a mayor dilución, mejor efecto.
Pero faltaba algo. Hahnemann decidió que el líquido así obtenido debía ser sometido a un proceso llamado “sucusión”, consistente en dar al recipiente diez vigorosas sacudidas “contra un objeto duro aunque elástico”. El primer objeto duro aunque elástico fue confeccionado a medida para Hahnemann por un fabricante de sillas, y era una tabla de madera forrada de cuero por un lado y rellena de pelo de caballo.
Nos falta considerar un detalle. Si la norma es “a mayor dilución, mejor efecto”, ¿cuánto hay que diluir? Hahnemann dijo: Una gota de la sustancia debe ser disuelta en cien gotas de agua, luego el resultado debe ser disuelto en agua en la misma proporción, y así 30 veces, llegando a una dilución de uno en “un millón de millones de millones de millones de millones de millones de millones de millones de millones de millones” (un 1 seguido por 60 ceros); que es algo así: 1.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.000.
Con esa dilución, en una esfera de agua cuyo diámetro tuviese 150 millones de kilómetros (la distancia entre el Sol y la Tierra), habría una sola molécula de la sustancia. ¿Cuántas moléculas de sustancia podría haber en cada frasquito manipulable por los humanos? Obviamente, ninguna. Esto no podía imaginarlo el pobre Hahnemann, porque en su época la física molecular todavía no había avanzado tanto como para permitir ese tipo de cálculos.
Pero sus discípulos actuales acudieron a tapar el bache con una hipótesis ad hoc (se llama así a un argumento que se improvisa a último momento para salvar una teoría fallida), un invento tan estrafalario como los de Hahnemann. Inventaron la “memoria del agua”. Es verdad, dijeron los homeópatas actuales, que con esa dilución no puede quedar ni una sola molécula de sustancia, pero el efecto curativo no se pierde, porque la sustancia estuvo en el agua, y ésta “recuerda” a la sustancia ahora inexistente. La “memoria del agua” no es una extravagancia de un alemán del siglo dieciocho. Es una creación de los homeópatas de nuestra época.
Si no lo sabías, ahora lo sabés. Y si te interesó esta breve reseña, podés ampliar, leyendo entre otros los libros Mala ciencia, de Ben Goldacre, Paidós, 2011, páginas 45 y siguientes, y H2O Una biografía del agua, de Philip Ball, Fondo de Cultura Económica, 2010, páginas 364 y siguientes.