María Belén Maine

     El texto que decidí abordar se titula “Bonita historia. Lástima que...”. El texto se explaya sobre distintos acontecimientos históricos en los cuales la política se condujo a modificarlos de manera tal que cambien la realidad de los hechos y así se vean beneficiadas ciertas ideologías. En uno de sus primeros párrafos, el articulo dice “… La historia es víctima de las ideologías y de los intereses, porque los políticos tratan de imponer su propio relato como hecho histórico, para sostener su posición…”.
      Creo que si bien su contenido es más que acertado, seriamos un poco hipócritas si decimos que es una estrategia a la que solo los políticos suelen recurrir. Cuando uno vive ciertas situaciones, cualquiera fuera, siempre tiende a contar la parte que más lo beneficia. Incluso podemos llegar a tergiversar la historia para encuadrarla de tal forma que se corresponda con nuestra percepción de la situación: según como encaminemos el relato, exagerando por acá, minimizando por allá, evitando contar ciertos detalles y dramatizando de vez en cuando, logramos hacernos ver como héroes o víctimas del hecho que vivimos.
     Si lo relacionamos con nuestra profesión, no podemos negar que quienes más juegan con retocar las historias para sacarle el mayor provecho son los abogados. Ya desde los primeros años de la carrera, cuando se planteaban un caso para resolver en clase, se escuchaba a los profesores decir: “la historia que van a contar depende de quién sea su cliente”, “el relato de los hechos dependerá de a que parte les toque representar”. En definitiva, cuando nos dan una hipótesis (que generalmente se basa en casos reales) antes de determinar los hechos relevantes sobre los cuales nos explayaremos en el escrito, debemos saber qué rol ocupará nuestro cliente en el juicio. Si fuéramos parte actora, nuestros hechos significativos serían muy distintos a los que contaríamos si representáramos al demandado; siempre sin olvidar la premisa fundamental del derecho: “El que prueba, gana.” Este punto es de vital importancia resaltarlo ya que, más a allá del preciso y elaborado escrito que le presentemos al juez, más allá de que nuestra perfecta historia no deje vacíos que rellenar ni puntos débiles que atacar, todo estará sujeto a las pruebas fundantes que podamos aportar. Así, si todas determinan lo mismo, aunque nuestra historia esté apenas “retocada” con pequeñas mentiras, se convierte en verdad. Y como bien dice el artículo “Lo que se declaraba verdadero hoy se convertía en lo verdadero desde siempre y para siempre” consagrando, o no, derechos a favor de nuestro defendido.
     Ahora bien, dejando a las prueba de lado, se deja evidenciado que a veces la historia requiere de una mínima (o máxima, según el caso) depuración. Nos enseñan que tenemos que torcer los hechos para que, en definitiva, cuenten sólo lo que nos convenga y oculten lo que nos perjudica. Y que no nos olvidemos de hacer un uso adecuado del drama cuando la situación lo amerita para poder exaltar aquellos puntos esenciales que podrán ayudarnos a convencer al juez para que esté de nuestro lado.
     Así, más allá del uso natural y personal que solemos darle a esta práctica en la vida cotidiana, también es una herramienta muy importante que nos enseñan para utilizar junto con derecho, y que en definitiva a uno la va incorporando año tras año.
     Obviamente que con esto no quiero legitimar el accionar de las ideologías que se valen de esto, puesto que las diferencias que pueden existir entre que un político pretenda cambiar LA historia (que nos incluye a todos como nación o humanidad), a que un abogado quiera cambiar la historia de un suceso particular que se dio entre dos, cinco o veinte personas es abismal. A lo que me refiero es que nosotros, como abogados (o futuros abogados), aprendemos desde el día uno a reescribir la historia de nuestro cliente a los fines de los resultados que esperamos obtener.
     Tal vez Winston Smith hubiera sido un gran colega nuestro.