Capítulo 1. Introducción

Manual de tonterías de Jauretche

1.- Introducción

     Puede parecer anacrónico ocuparse de ese envejecido panfleto que alguna vez fue divulgado con el nombre de Manual de zonceras argentinas. Pero ocurre que su autor, Arturo Jauretche, tiene fama de auténtico intelectual, por la consagración complaciente que le brindó su pertenencia a un grupo político creador de mitos. Trastocados así los valores, hay personas que (de buena fe, o no) lo citan como si fuera un referente cultural, aunque sólo conozcan de él algún aforismo suelto.
     Por eso me pareció que valía la pena hacer el esfuerzo de leer el Manual, que tiene la indiscutible virtud de la brevedad, sublimada por la confesión del autor de que repite tonterías expuestas en otros escritos suyos. Ello permite conocer su exiguo pensamiento sin necesidad de padecer lecturas adicionales. Tampoco hace falta hacer gasto: la reproducción facsimilar de un ejemplar de la sexta edición del Manual está en internet y se puede descargar ¡gratis!
     A ese ejemplar corresponden las páginas que cito aquí, en notas que fui tomando, y que después ordené por temas en estos capítulos que me puse a redactar, despacito.

     No hace falta consultar la biografía de Jauretche para saber que es, sencillamente, un apóstol del peronismo. Surge de cada línea del Manual, y se hace explícito cuando dice, por ejemplo, que los peronistas han superado la zoncera y tienen una evidente superioridad intelectual (página 14, en nota). Esto hace innecesaria cualquier explicación sobre el sesgo del mensaje, que traza una nítida línea divisoria entre los zonzos y los superiores.
     El autor usa el tono socarrón de quien ya fue y vino y se las sabe todas. Como si te guiñara el ojo en cada párrafo, busca hacerte sentir su compinche en la posesión de verdades que conocen sólo los piolas. Parece un Viejo Vizcacha tardío, espejo de aquél que Martín Fierro describe como un pícaro “muy renegao, muy ladrón”, que “cuando se ponía en pedo empezaba a aconsejar”. Tal cual, pero con prosa macarrónica y locuciones latinas mal copiadas.
     Jauretche critica la prosa de Rivadavia, diciendo que era “de lo peor” (página 63), pero sabe que ese rasgo se acentúa en la suya propia, y por eso siente la necesidad de disimular su baja calidad literaria con la excusa de que sus seguidores son necios a los que hay que repetirles las cosas, según explica en nota de página 8, justificando sus “frecuentes redundancias” con el pretexto de que su retórica apunta a los “lerdos” para entender. No importa si así oculta su pereza para releerse y corregirse, o sólo su incapacidad para escribir bien. Lo que importa es que funciona, porque los desprevenidos y cortos de entendimiento, al tener la palabra santa del Manual, no necesitan más, y repiten sus clichés como si fueran axiomas cuya sola mención puede cerrar discusiones o acallar disensos.

     La retórica del Manual combina varias falacias. Aquí voy a mencionar dos: la apelación a la autoridad y la circularidad. En la teoría de la argumentación se denomina falacia a una proposición que aparenta ser un argumento, pero no lo es.
     La falacia de apelación a la autoridad consiste en defender una opinión señalando que concuerda con la de otra persona cuyos méritos reconocidos permiten valorarla como una autoridad intelectual o moral. Eso no es un argumento. Un argumento se basa en razones, no en la opinión de una celebridad, por meritoria que sea. En todo caso, después de dar razones, es legítimo reforzarlas indicando que tal o cual filósofo concuerda con ellas.
     Jauretche critica la falacia de apelación a la autoridad. Pero en vez de explicarla brevemente, como hice en el párrafo anterior, cree necesario… apelar a la autoridad del filósofo inglés Jeremy Bentham y transcribir su opinión (página 5).
     Ahora bien, contradiciendo su propia crítica, el Manual incurre a cada rato en esa falacia, con el agravante de que las “autoridades” citadas son en su mayoría amigos políticos, intrascendentes y sin méritos reconocidos fuera del estrecho círculo en el que actuaron. O sea que ni siquiera son apelaciones a la autoridad, porque falta lo esencial: autoridades, es decir, opinadores que merezcan ser tomados en cuenta.
     Otra falacia es la circularidad. En teoría, esta falacia tiene variantes que no viene al caso detallar. En el Manual, es la táctica de ideólogos que se citan entre sí para justificar su propia ideología, formando un círculo cerrado de opiniones complacientes, ninguna más valiosa que la otra, e indefendibles fuera de la tribu. El ideólogo A dirá que 2 + 2 = 5 citando al ideólogo B, que recoge una opinión del ideólogo C, que leyó un artículo del ideólogo D, que formó su convicción… platicando con el ideólogo A. La circularidad no se percibe a simple vista, porque cada cita se agota en sí misma, pero uniendo los hilos es posible captar la realidad: todos charlan entre sí y todos se citan entre sí.
     Jauretche y sus referentes gozaron del favor de la hoy extinta Editorial Peña Lillo, obstinada difusora del indefinible “pensamiento nacional”, y diseñadora de otra circularidad, que ya veremos.
     ¿Qué es, dicho en forma breve, clara y precisa, eso llamado “pensamiento nacional”? Una cosa son los pensadores nacionales, o pensadores argentinos, o intelectuales argentinos, etcétera. Algunos son muy valiosos, algunos tienen reconocimiento universal. Cada uno tiene su propio pensamiento, que puede concordar en todo, o en parte, o en nada, con el de cada uno de los demás. Pero la pregunta es si existe un pensamiento (o modo de pensar) homogéneo, del que pueda decirse que tiene diploma de nacional, y aptitud para retirarle el pasaporte a toda idea distinta; un modo de pensar “nuestro”, que tenga la virtud de enaltecer a quien lo profesa, deslegitimar a “los otros” y erigirse con un perfil tan inconfundible como para que una editorial se especialice en difundirlo. Bueno, no.
     ¿Entonces? Según la mentalidad del señor Arturo Peña Lillo (fallecido en 2009), se podría decir que pensamiento nacional es el modo de pensar de personas que él decidió difundir a través de su empresa editorial. La circularidad es evidente: la editorial publicaba pensamiento nacional, y pensamiento nacional es el que publicaba esa editorial. Así llego al punto en el que dejo de perder tiempo tratando de explicar la pavada. Lo real es que la editorial estaba al servicio de una parcialidad, y se dedicaba a difundir el pensamiento nacionalista, sin más pretensiones. Corrido el velo del eufemismo, el concepto queda claro.

     Ahí se inserta Jauretche, con sus amigos: el nacionalismo de ultraderecha. En el peronismo cumplió el papel de ideólogo más o menos letrado, y además, bien dispuesto (a diferencia de otros militantes de su época, como John William Cooke) a tolerar, e incluso justificar, el fascismo de Perón.
     Sus afinidades y devociones modelan su pensamiento, y por eso viene bien conocer a sus musas inspiradoras, a las que él nos lleva con citas que permiten vislumbrar un definido corpus ideológico. Pero eso será tema del próximo capítulo.