El cielo no está a tu alcance

Actualizado el 6 junio 2019

     En su tiempo, Albert Einstein predijo la existencia de los agujeros negros. No llegó a ver confirmada su teoría, pero hace poco, en abril de 2019, un equipo internacional de astrónomos, combinando el poder de una red de ocho radiotelescopios ubicados en distintos puntos del mundo, obtuvo la primera fotografía de un agujero negro. Está a 55 millones de años luz de la Tierra, tiene una masa 6.500 millones de veces mayor que la del Sol y un diámetro ocho veces más grande que el tamaño del Sistema Solar. La ciencia, siempre la ciencia, nos hace conocer cada vez mejor el universo, aun esos portentos que están totalmente fuera de nuestro alcance. Una cosa tan grandiosa me hizo pensar, por contraste, en cosillas.
     Si alguien te dice que el cielo está a tu alcance, no le creas. Lo único que está a tu alcance son algunas nubes, que acceden a bajar a tu nivel en forma de niebla. A la altura de las nubes de verdad, seis mil metros o algo más, podrías llegar si escalás una montaña con equipo adecuado, y no para quedarte mucho tiempo. Eso es lo que está a tu alcance. A los ocho mil metros de altura les dicen “zona de la muerte”.
     Tan lejos de tu alcance está el cielo, que ves la Luna con atraso. Su luz demora un segundo en llegar a la Tierra, así que nunca estás viendo la Luna. Estás viendo el pasado de la Luna, estás viendo cómo era la Luna hace un segundo.
     Un segundo parece nada, un punto en la línea del tiempo. Pero no es un punto: es una línea, una sucesión continuada de puntos, un fragmento de aquella otra línea con la que representamos el tiempo. Un segundo tiene extensión temporal, tiene duración. En un segundo, tu auto que va a cien kilómetros por hora recorre veintisiete metros. Una bala de fusil, mil.
     Pero también es verdad que, visto de otro modo, un segundo es poco tiempo. Al Sol, por ejemplo, que está ahí nomás, lo ves con quinientos segundos, que son ocho minutos, de atraso. Y a Alpha Centauri, la estrella más cercana, a escasos 41 billones de kilómetros de tu ojo, con cuatro años y medio de atraso. Si pudieras viajar como la sonda Voyager 2 (que va a la loca velocidad de 54.000 kilómetros por hora, pero es pura máquina y no lleva humanos porque nunca volverá), demorarías 86.600 años en llegar a Alpha Centauri. Más allá, mucho más lejos, están los demás cuerpos celestes, que se llaman celestes porque están en el cielo.
     Por eso, si alguien te dice que el cielo está a tu alcance, no le creas. Es propaganda, palabras que esconden un afán. Usuarios de esa metáfora suelen ser las aerolíneas que quieren venderte pasajes o las constructoras de edificios en torre que quieren venderte un pisito de altura. Pero los vendedores más hábiles y conspicuos son los místicos, que quieren obtener tu sumisión, porque con ella legitiman su existencia y afianzan su poder. Y ni siquiera te dan, a cambio, un pasaje de avión, un departamento, nada. Vos les das todo.
     El cielo no está a tu alcance. La inmensidad y la lejanía, por suerte, no están al alcance de nadie. Entendamos la inmensidad y la lejanía. Podemos entenderlas porque las reducimos a números, que permiten comparaciones. Si una unidad de comparación nos queda chica ante tanta inmensidad y tanta lejanía, la reemplazamos por otra: si el kilómetro nos queda chico, lo reemplazamos por el año luz. Estos números se entienden, como se entienden las palabras que los explican. Lo que no podés es tener la vivencia de esa inmensidad, pero entenderla podés. Porque hay algo que sin dudas está a tu alcance, y es la capacidad de pensar.
     Entonces empieza lo bueno, porque podés imaginar que estás dentro de una burbuja fantástica, con oxígeno y esas cosas necesarias, una burbuja fantástica que, imaginalo, te lleva en un instante al lugar del cielo que elijas visitar. Te permite imaginar que estás en el cielo de verdad, sin intermediarios chapuceros. Te permite pasear entre las galaxias, mirar ese cometa que se acerca a cien mil kilómetros por hora, pasa a tu lado, sigue. Ponerte al lado de un agujero negro, ver cómo se traga todo (menos a vos, porque la burbuja fantástica te protege). Hasta la luz se traga, por eso le dicen negro. La astronomía laica te informa sobre tantas posibles experiencias, que es imposible enumerarlas. Podés ir en busca de esa estrella que una vez viste desde el patio de tu casa, llegar al lugar donde debería estar, y comprobar que ya no está, porque hace mucho que se extinguió, aunque su luz sigue llegando a la Tierra.

     La Tierra… podrías buscarla y no encontrarla, sumergida como está en la inmensidad y la lejanía, como una mota de polvo de color azul pálido, según decía Carl Sagan.
     Y entonces te va a causar gracia recordar que en la Tierra, en ese lugar ínfimo perdido en el infinito, un montón de seres, ínfimos como lo más ínfimo, dicen que el infinito fue creado para que ellos lo administren. Ellos, que quedan tiesos por el ataque de pánico que les provoca la brisa refrescante, insolente, de tu pensamiento libre, ellos, sí, dicen que pueden administrar el cielo, desde acá.
     Podrías decirme que la burbuja que te propongo es pura fantasía. Es verdad, pero, a diferencia de otras fantasías milenarias que conocemos, no pretende ser más que un recurso del pensamiento para imaginar cómo es, de cerca, algo que existe y no está a tu alcance; las otras fantasías te hacen imaginar que está a tu alcance algo que no existe. Sin embargo, si estas fantasías te resultan más acogedoras, si te gusta más creer que pensar, entonces, por favor, perdoname la molestia, olvidate de cometas y galaxias, y no te prives de comprar una parcela de ese cielo administrado que te venden por la moneda de tu sumisión. A favor de esta opción reconozco que la jurisprudencia no registra casos de muertos que hayan vuelto para reclamar por la parcela prometida. Será porque quedaron todos satisfechos. O porque los tragó un agujero, negro, divino.