En los Estados Unidos la Argentina ha tenido fama de ser refugio de nazis, y hay una razón para esa fama: la Argentina fue un refugio de nazis. Perón simpatizaba con ellos y les abrió las puertas cuando los criminales de guerra alemanes, ayudados por el Vaticano, buscaron países dispuestos a aceptar sus identidades falsas y procurarles impunidad. Esto era tan conocido, que en el cine de Hollywood se convirtió en estereotipo, y así como por ejemplo Río era la meta clásica para la parejita enamorada de las películas románticas, Argentina era, en comedias o dramas, lugar de origen o de escapatoria para el villano de perfil nazi. Es probable que el paso del tiempo haya diluido un poco esa imagen. Creo que hoy, para el estadounidense común, la Argentina es un país que queda por ahí, del cual a veces le llega alguna información deshilvanada, cuyos datos imprecisos pocas veces retiene. Hablo de Estados Unidos porque es el único país al que viajé con cierta frecuencia, y donde mi módico inglés me permitió acometer intercambios verbales que me dejaron dos o tres anécdotas sobre la idea que la gente común tiene de nosotros.
Es usual que, andando por Nueva York, más de uno te pregunte por tu origen, no tanto por auténtica curiosidad, sino por ritual de cortesía o para tratar de venderte algo. Al mencionar “Argentina”, el preguntón dirá: “¡Ah… Messi!” (apellido que por suerte reemplazó, en las evocaciones futboleras, al de aquél que jugaba drogado y hacía gol con la mano). Una vez alguien me dijo: “Ah… Batistuta”. No me lo esperaba. ¿Es importante como Messi? No sé nada de fútbol.
En enero de 2002, compré tickets de entrada en la boletería del Empire State. El vendedor me entendió, pero confundió mi acento y me preguntó: ¿Alemania? Le contesté: Aryentina. El tipo sonrió ligeramente: “Oh, Argentina… un presidente, dos presidentes, tres presidentes, cuatro presidentes”. Explicación: poco tiempo antes había renunciado el gobierno De la Rúa, y en diez días cuatro sujetos habían desfilado por el cargo presidencial. Boletero descortés… pero informado.
En Seattle frecuento Ivars, un local de comida al paso que se especializa en pescados de mar (recomiendo especialmente el salmón a la milanesa y la sopa de almeja). Varias veces me atendió una chica negra, robusta, simpática, creo que oriunda del Caribe. Cuando supo que mi país de origen era Argentina, asoció: “¡Evita Perón! ¡Tenía trescientos pares de zapatos!”. Estaba tan impresionada la chica que, dos o tres años después, obviamente sin reconocerme, repitió la escena, amplificada con exclamaciones dirigidas a sus compañeros de trabajo: “¡Evita Perón! ¡Trescientos pares de zapatos! ¿Pueden creerlo? ¡Trescientos pares de zapatos!”. No me puse a explicarle que Evita Perón era la abanderada de los humildes, porque se me iba a enfriar la sopa de almeja.
En enero de 2015, en Nueva York, solía comer en un comedor atendido por mexicanos. Por el idioma común y el trato frecuente, siempre teníamos una breve charla en la barra, más allá de elegir el plato. Cuando entré al comedor el día 18, el más confianzudo del grupo me recibió así: “¿De modo que tu gobierno mandó matar a un fiscal que lo estaba investigando?”. La charla se encaminó con fluidez hacia aspectos comunes de nuestros respectivos países: corrupción, crímenes políticos y temas afines.
Mi recuerdo más reciente es de enero de 2017. En el East Village de Manhattan, sobre Broadway, está Strand Bookstore, una librería fundada noventa años antes y continuada por los descendientes del fundador; una empresa familiar, que continúa tradiciones. La tradición de esta librería es ser independiente y mostrar la estima que tiene por la mercadería que vende, libros nuevos, usados, raros y agotados, pero también pequeñas obritas de arte, ilustraciones, fotos, calcomanías... Como es usual, tiene apostado un vigilante cerca de la salida. El de mi historia era bajito, moreno, de bigote fino y semblante serio. Me oyó hablar cuando me disponía a salir, mi idioma lo movió a preguntar, y al saber que procedía de tierras argentinas, sonrió y empezó a enumerar: “La Nación, Clarín, Gente, Caras…”. En ese mágico y feliz momento, por primera vez, al mencionar a mi país, un yanqui lo identificó por sus diarios y revistas, y no por sus futbolistas o por sus borrones políticos. Me permitió recuperar afinidades y me confirmó que a cada rato nos aparece un motivo por el que vale brindar, como brindé esa noche a la salud del señor bajito, moreno, de semblante serio, de sonrisa amable y justa.