Actualizado el 31 octubre 2017
Hay toda clase de políticos. Algunos son honestos, muchos son hábiles, casi todos son estúpidos.
En 1894, Edwin Goodwin, un matemático aficionado residente en Indiana, Estados Unidos, informó públicamente que, con un método de su autoría, había obtenido para el número π (pi) el valor 3,2. Adiós al viejo y verdadero pi, que empieza con 3,14 y sigue con infinitos decimales. Goodwin patentó su método en los registros de propiedad intelectual de varios países, para cobrar derechos por su uso. Años después, propuso que el parlamento de su estado dictara una ley “presentando una nueva verdad matemática ofrecida como contribución a la educación para ser usada sólo por el Estado de Indiana, libre de costo por el pago de derechos”. La Cámara de Representantes aprobó por unanimidad el proyecto, y lo remitió al Senado. Pero la casualidad quiso que un verdadero matemático, el profesor universitario y académico Clarence Waldo, estuviera en la ciudad. Un legislador entusiasmado le hizo conocer la novedad. ¿Desea usted, profesor, que le presente a nuestro genio local? Waldo declinó la invitación: ya conocía demasiados lunáticos. Pero, asombrado por un debate legislativo que pretendía establecer una verdad matemática por votación, ilustró al Senado, y evitó que la legislatura completa cayera en el ridículo. A veces causa gracia la estupidez de los políticos que se creen dueños de la verdad. ¿Dos más dos son cuatro? Votemos.Otro sonado caso de estupidez científico-política ocurrió a principios de la década de 1950. Un país anunció al mundo su capacidad para obtener energía por fusión nuclear controlada: la Argentina. La energía nuclear, dicho en forma muy simple, puede obtenerse por fisión o por fusión. La fisión (fragmentación del núcleo atómico) es controlable. La fusión (unión de varios núcleos para formar otro más pesado) ocurre en el interior de las estrellas o en explosiones termonucleares, pero hoy (2017) los terráqueos aún están estudiando cómo manipularla en condiciones de control. Sin embargo, el entonces presidente Perón anunció en conferencia de prensa que tuvo difusión mundial: “he querido informar al pueblo de la República con la seriedad y veracidad que es mi costumbre” (sic) que “las publicaciones de los más autorizados científicos extranjeros están enormemente alejadas de la realidad”, y que la Argentina dispondría de un sistema apto para “controlar las reacciones termonucleares en cadena” gracias al cual podría “encender soles artificiales en la Tierra”. Hasta los yanquis se asustaron. La isla Huemul (lago Nahuel Huapi) fue elegida como “sede del primer laboratorio de Occidente destinado a la investigación de la fusión nuclear controlada”. El proyecto estaba a cargo de Ronald Richter, un oscuro físico austríaco que trabajaba en secreto, excluyendo a los científicos argentinos. Richter recibió la medalla de la lealtad peronista y el Doctorado Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires. Se proyectaba erigirle una estatua en la isla, cuando los científicos argentinos pudieron sortear las restricciones, intervenir en el asunto y poner en evidencia la farsa. Richter era un fabulador. Los soles argentinos nunca se encendieron. Todo concluyó en una millonaria estafa al estado argentino y un papelón internacional.
Los nazis también politizaron la ciencia. La querían “puramente aria”: Física Alemana, Química Alemana. En 1937, el periódico Deutsche Mathematik sostuvo que juzgar a las matemáticas desde un punto de vista no racial llevaba “en sí los gérmenes de la destrucción de la ciencia alemana”. La teoría de la relatividad, expuesta por Einstein, estaba “dirigida desde el principio al fin hacia la meta de transformar el mundo viviente, esto es, el mundo no judío, nacido de una madre tierra, y ligado a ella por la sangre, en una abstracción espectral en la que todas las diferencias individuales de pueblos y naciones y todos los límites internos de las razas, se pierden en la irrealidad, teoría en la que únicamente sobrevive una diversidad insustancial de dimensiones geométricas, diversidad que produce todos los acontecimientos por la atadura de su atea sujeción a las leyes”. Casi las mismas palabras que usaban los cristianos del siglo dieciséis cuando Copérnico descubrió que la madre Tierra no es el centro del universo.
¿Y los comunistas? Veamos. La importancia de la genética es bien conocida. El ADN permite dilucidar el parentesco de las personas o la autoría de un crimen, entre otras aplicaciones menos difundidas. El estudio de la genética empezó en el siglo diecinueve, y el primer genetista fue Gregor Mendel. Pero en 1930 el dictador soviético Iosif Stalin decidió que la genética era una ciencia “burguesa”. Privilegió a la práctica sobre la teoría, a los políticos sobre los científicos, y encumbró al agrónomo Trofim Lysenko, según el cual la genética era una “teoría reaccionaria” y los genes eran un mito. La genética desapareció de las universidades. La estatua que recordaba a Mendel fue retirada. La agricultura fue sometida a un procedimiento ideado por Lysenko, basado en la teoría lamarckiana (superada por Darwin en 1859). Tuvieron que pasar más de treinta años para que se dieran cuenta. En la década de 1960, ante la catástrofe agrícola que provocó el lysenkoísmo, los científicos rusos fueron nuevamente escuchados, y la ciencia soviética recuperó la genética.
La estupidez política, amigos, no se casa con nadie. La comparten con generosidad los políticos de cualquier signo. Tratan de doblegar a la ciencia con caprichos racistas (Hitler), fascistas (Perón), clasistas (Stalin), o por el voto (legisladores de Indiana). A los democráticos podemos amansarlos, más o menos. Pero los otros son aerolitos sin control. Que viva la democracia, pues, pero tratemos de no elegir estúpidos.
Referencias
* https://en.wikipedia.org/wiki/Indiana_Pi_Bill (y otras páginas web)
* Mario Mariscotti El secreto atómico de Huemul, Sudamericana/Planeta, 1984, págs. 26, 103.
* Susana Gallardo, Historia de los genes, Ed. Capital Intelectual, 2011, pág. 77.
* William L. Shirer, Historia del Tercer Reich, Ediciones Océano S.A., 1980, Volumen Primero, pág. 292.