Manual de tonterías de Jauretche
En el capítulo 5 mencioné una incongruencia de los revisionistas. Conviene aclarar que se trata de una incongruencia de orden lógico, porque, en lo ideológico, son coherentes. Es decir: su argumento es autocontradictorio, pero eficaz para su ideología.
Me refiero al tratamiento que da al indio el revisionismo en general, y el Manual en particular. Cuando el Manual usa la palabra “indígena”, no lo hace con referencia al indio sino como sinónimo de “autóctono”, o sea, aludiendo al gaucho. En una ocasión, menciona a los indios onas, pero como simple recurso retórico para sostener unas tonterías sobre la nieve. En las demás menciones, el indio es el enemigo: “…frontera del indio…” (página 17), “…todo era terra incógnita, ocupada por indios…”, “…la agresividad de los indios…”, “…los caudillos y los gauchos se hallaban por entonces muy atareados para impedir que los indios ocupantes de aquellos territorios…” (página 64), etcétera. Para el Manual, el indio es el Otro, que debe ser excluido. No usa la palabra “barbarie”, porque ya la gastó Sarmiento, pero está implícita en todas sus referencias al indio.
La página 64, que acabo de citar, se basa (y lo dice) en un trabajo de Enrique Stieben que Jauretche califica de “excelente”. En el capítulo 2 hice la presentación de Stieben y de sus ideas sobre el indio: “…el salvaje que había dejado de ser dueño de la llanura...”, “…la barbarie…”, “…no dejó ni un rastro folklórico: ni un instrumento musical, ni un canto, ningún dibujo, ni una vasija… El indio no sabía ni reírse siquiera”. Este referente, con sus expresiones, nos da una primera pista sobre el verdadero pensamiento de Jauretche.
Vamos a la segunda. Juan Manuel de Rosas era un estanciero cuyos intereses estaban afectados por las incursiones de los indios. Organizó una campaña para exterminarlos, y la llevó a cabo a partir de febrero de 1833. En 1832 le había escrito a Facundo Quiroga “La república reportaría un inmenso bien y una riqueza positiva, si en el acto de concluir esta campaña [se refiere a la lucha contra Lavalle] nos juntásemos en un punto céntrico, y combinásemos una formal expedición que tenga por resultado la conclusión de todos los indios que hostilizan nuestras fronteras”. También escribió a Estanislao López: “Los indios, compañero, que están situados entre la frontera de Chile, Buenos Aires, Mendoza, Córdoba y San Luis, son infinitos […] El único medio es juntarnos después de la guerra, y acordar una expedición para acabar con todos los indios”.
Las palabras son inequívocas: en la mente de Rosas estaba la aniquilación. La campaña duró un año. En febrero de 1834, Rosas licenció a la tropa con una proclama que decía: “Soldados de la patria, hace doce meses que perdisteis de vista vuestros hogares para internaros en las vastas pampas del sur. Habéis operado sin cesar todo el invierno y terminado las operaciones de la campaña en doce meses, como os anuncié. Las bellas regiones que se extienden hasta la cordillera de los Andes y las costas que se desenvuelven hasta el afamado Magallanes, quedan abiertas para vuestros hijos”. La cantidad de indios muertos no se conoce, ni viene al caso oscilar entre distintas cifras que se mencionan. Lo cierto es que poco después de las bellas palabras de Rosas, los malones seguían asolando las fronteras, y fue necesario esperar cincuenta años para que, primero por la inclusión de los indios pacíficos, y luego por la campaña de Julio A. Roca, la Patagonia fuera incorporada al territorio nacional.
Jauretche es una de las “viudas” de Rosas (según la metáfora que él usa en página 6 para burlarse de otros). El implacable revisionista que se horroriza por palabras de Sarmiento, tiene en Rosas un explícito planificador y ejecutor, arma en mano, de una campaña de exterminio. Pero el revisionista ni se mosquea.
Entonces algunas cosas empiezan a aclararse.
A estos cultores de la revisión histórica los escandaliza que Rivadavia, Sarmiento y otros argentinos quisieran modernizar el país ya independiente, aportando las ideas de la Ilustración (que son, nada menos, las que inspiraron la independencia de los países americanos). Pero no los escandaliza, en cambio, aquella incursión ¿civilizadora? que hizo Europa, más precisamente España, unos siglos antes, para establecer la colonia (crear la dependencia), destruir todo lo autóctono de América, e imponer la cruz con la espada.
Las palabras que el Manual usa contra el lema “civilización o barbarie” se aplicarían mejor para describir la conquista española, ejecutada a sangre y fuego en nombre de la cruz mesiánica: “El mesianismo impone ‘civilizar’. La ideología determina el cómo, el modo de la civilización. Ambos coinciden en excluir toda solución surgida de la naturaleza de las cosas, y buscan entonces, la necesaria sustitución del espacio, del hombre y de sus propios elementos de cultura. Es decir ‘rehuir la concreta realidad circunstanciada’ para atenerse a la abstracción conceptual” (página 9), “…los civilizadores se plantean el conflicto entre la civilización –Europa– y la realidad –América– a la que llamaron barbarie…” (página 18). Y no sigo transcribiendo, porque todo el verso es igual.
Al revisionista lo perturba la idea (de Sarmiento) de civilizar al gaucho, pero ni pestañea ante la masacre de los “evangelizadores” ni ante el propósito (de Rosas) de exterminar al indio. No le importa que, antes que el gaucho, el indio fue lo “autóctono”, la “concreta realidad circunstanciada”. Como dijo Stieben…. “el dueño de la llanura”.
Así va quedando claro que, para el revisionismo, la defensa de lo autóctono, y hasta de San Martín, es una conveniente excusa, romántica, sentimental, para sostener la ideología que propone para el país: nacionalismo autoritario y reaccionario, de inspiración fascista y clerical. Lo que combate no son las influencias “europeizantes” (porque España y su cruz vinieron de Europa) sino el pensamiento racional y libre.
El repudio a la Ilustración es explícito en las páginas 10 y 36, e implícito en todas las demás. Enumerar ejemplos sería larguísimo.
El Manual varias veces usa palabras de desprecio hacia los masones, con lo cual cumple sus deberes píos, ya que la Iglesia Católica condena la masonería. Por su carácter secreto (no la de la Iglesia, naturalmente, que es transparente), la masonería se presta a ser demonizada por los religiosos, aunque en verdad su actividad se basa en la defensa de la libertad de pensamiento, la búsqueda de la verdad y la fraternidad de sus miembros. El Manual atribuye (con acierto) calidad de masones a Sarmiento y Rivadavia, pero debe hacer acrobacias para disimular el hecho de que José de San Martín tenía el grado de Maestro Masón y fue uno de los fundadores de la logia masónica Lautaro, organización secreta que tuvo intensa actividad en las luchas por la Independencia.
No se advierten en el Manual rastros de antisemitismo, quizá porque esa fobia no era “políticamente correcta” en la época del Manual, y de todos modos ya había sido sobradamente cultivada por ciertos mentores de Jauretche (Palacio, Stieben, el cura Castellani, la revista Jauja), todos ellos debidamente presentados en mi capítulo 2.
Y ahora, una vez reseñadas, aquí y en anteriores capítulos, las tonterías absolutas, las históricas y los rasgos ideológicos principales, me encamino a las tonterías políticas. Pero antes hago una pausa, hasta el próximo capítulo, que espero sea el último.