Contra la estupidez no hay vacuna

Actualizado el 26 septiembre 2018

     Entre los años 1348 y 1360 (más o menos), la falta de antibióticos y de gatos permitió que la peste negra, o peste bubónica, exterminara en Europa a 25 millones de personas, casi un tercio de su población. La bacteria causante de la enfermedad infectó a los humanos principalmente a través de pulgas, que a su vez la recibieron de ratas infectadas. El predador habitual de las ratas es, como sabemos, el gato. Pero a principios del siglo trece, el papa Gregorio IX, piadoso cazador de brujas, denunció que los gatos tenían un pacto con el Diablo, y los fieles se abocaron con devoción al exterminio de gatos, mediante la quema, crucifixión o despellejamiento. En un siglo quedaron tan pocos gatos vivos que se rompió la cadena alimentaria natural y ocurrió lo inevitable. Cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta, y la población de ratas aumentó desmesuradamente. Así fue como la superstición disparó una catástrofe sanitaria sin precedentes.
     Actualmente, varias enfermedades asesinas fueron erradicadas gracias a las vacunas. Ocurrió por ejemplo con la viruela, y por igual camino va la poliomielitis (parálisis infantil). Hasta el año 1955, cuando Jonas Salk descubrió la vacuna, la polio era el terror de nuestros padres, porque ataca principalmente a los chicos y causa la muerte o la parálisis definitiva. Además de la viruela y la polio, las vacunas redujeron en forma espectacular la incidencia mundial de enfermedades como el sarampión, la difteria, la parotiditis (paperas), la tosferina o tos convulsa, entre otras, todas ellas graves y a veces mortales. La vacunación es un acto de protección, no individual sino social, porque para que ciertas enfermedades desaparezcan es necesario que no haya individuos infectados que las contagien. Si la vacunación no alcanza al 85% de la población, aumenta el riesgo de brotes de enfermedades que están controladas. ¿Quién podría estar contra las vacunas?
     En 2003, líderes religiosos de la provincia de Kano (Nigeria) denunciaron al programa de la Organización Mundial de la Salud, de vacunación contra la polio, como parte de un complot occidental para causar infertilidad entre los musulmanes, e iniciaron un boicot, que se extendió a otras provincias. En poco tiempo se produjo un brote de polio, que causó muerte y parálisis infantil en Nigeria y países vecinos. En febrero de 2013, nueve mujeres que vacunaban contra la polio fueron muertas a tiros en Kano por un grupo de motociclistas, que según se sospecha pertenecían a una secta islámica. Hechos similares ocurrieron en Pakistán, desde que los talibanes prohibieron la vacunación.
     Fuera de esos casos de oscurantismo musulmán, las religiones de hoy no ponen demasiadas objeciones a la vacunación. El hinduismo, el budismo y el judaísmo no la cuestionan, y en general el cristianismo tampoco, salvo algunas comunidades amish, que la rechazan porque la consideran expresión de modernidad, y los Testigos de Jehová, que no admiten el uso de sangre o sus derivados porque dicen que sólo puede salvarnos la sangre derramada por Jesús, que lamentablemente no se consigue desde el siglo cero.
     Entonces, justo cuando los dogmas religiosos nos dejan en paz, la comparsa posmodernista de nuestras sociedades occidentales produce grupos antivacunas que sabotean todo esfuerzo dirigido a combatir enfermedades evitables. ¿Quiénes son estos talibanes de boutique? Principalmente, algunos naturistas que dicen saber más que la ciencia, y los infaltables rebeldes sin causa, siempre dispuestos a defender el lado equivocado de cualquier cuestión. Pero peores son los farsantes que los estimulan para beneficiarse con su estupidez.
     El más notorio (no el único) de estos impostores fue Andrew Wakefield, médico inglés, que en 1988 publicó en la revista The Lancet un artículo sosteniendo que la vacuna triple vírica (sarampión, paperas y rubeola) provocaba autismo y trastornos intestinales. Las explicaciones eran inconsistentes, y encubrían motivaciones económicas y de vanidad personal, pero las apariencias (médico que publica en revista médica) bastaron para provocar una disminución en la tasa de vacunación. Ben Goldacre, en su libro Mala ciencia, expone el fraude en forma exhaustiva y muy interesante, que me exime de entrar en detalles, salvo para agregar que finalmente Wakefield fue desenmascarado y su licencia para ejercer la medicina fue revocada. Pero entretanto el daño estaba hecho, la desconfianza en las vacunas había sido sembrada, y los insalubres militantes del movimiento antivacunas todavía sostienen que aquel delincuente es un científico perseguido por el establishment.
     La Argentina es un país con científicos de notable calidad y políticos de notable estupidez. En 2017, la diputada Paula Urroz presentó un proyecto de ley tendiente a frenar la vacunación. Considerando necesario "que los padres sepan los efectos adversos de las vacunas y que el pediatra se haga responsable", su proyecto dispone que la vacunación se realice previo “consentimiento informado” de los padres, es decir, imponiendo al acto vacunatorio un protocolo similar al de las intervenciones quirúrgicas y tratamientos médicos de alto riesgo. La diputada fundamentó su proyecto en los consejos que le dio un homeópata. Sería lindo terminar esta anécdota diciendo: es mentira, te hice un chiste. Pero es verdad.

Referencias
* Ben Goldacre, Mala ciencia,  Paidós, 2011, pág. 313 y ss.