Que no te coman el coco


Actualizado el 12 noviembre 2017

         Hay dos libertades relacionadas entre sí, que conviene distinguir. La libertad de expresión consiste en hacer conocer lo que uno piensa. La libertad de pensamiento es, sencillamente, la de pensar. Visto esto, ¿podemos proclamar que nuestro pensamiento es indomable y que jamás podrán limitarlo aunque repriman la posibilidad de expresarlo? Analicemos. No es así.
     La libertad de expresión es necesaria para conocer. Cuando no hay libertad de expresión, rara vez escuchamos otra cosa que estupideces, y no podemos comparar. Saber cómo piensan los otros, sean inteligentes o estúpidos, importa para formar nuestro pensamiento.
     Pero, además, el pensamiento mismo puede estar sometido. No es indomable, no lo creas. Hay condicionamientos sutiles, insidiosos, que te comen el coco sin que te des cuenta. A veces te parece que estás pensando, pero estás masticando ideas que te instalaron; peor, estás tragando, qué asco, ideas que masticaron otros. Sólo piensa libremente aquél que se despoja de condicionamientos y se atreve a pensar por sí mismo.
     Ese desafío fue lanzado por los pensadores del siglo dieciocho, el Siglo de las Luces, la Ilustración, que luego se llamó la Modernidad. La Edad Moderna puso fin a 1.000 años de oscurantismo medieval, durante los cuales el pensamiento estuvo sometido a la religión. El filósofo Kant propuso aquel desafío como lema de la Ilustración, y lo expresó en su forma latina “sapere aude”, tomada del poeta romano Horacio: atrévete a saber.
     ¿A quién le molesta que te atrevas a razonar?
     Para la Iglesia Católica, el “sapere aude” convierte a la razón en “pusilánime”. ¿Creías que pusilánime es el que no se atreve? Sonaste, era al revés. La página web del Vaticano muestra un documento que  el cardenal, luego papa, Joseph Ratzinger escribió cuando comandaba el Santo Oficio, el organismo de la Iglesia más conocido como Inquisición, que ahora esconde su tétrico pasado de muerte y tortura tras el nombre de Congregación de la Doctrina de la Fe.
     El cardenal está resignado. En esta parte del mundo ya no se estila quemar herejes. Necesita amigarse con la razón, y lo hace a su modo: le habla, le da consejos. A la razón, entiéndase. Le dice que no está contra ella, pero le pide “que tenga la valentía de reconocer las realidades fundamentales”. Esas realidades son las que dicta la fe (o sea, las que dicta el gran jefe de la Congregación, o sea, el propio cardenal). Y para cerrar, aclara que “la fe no necesita la valentía de la razón por sí misma”.
     Estas palabras no fueron vertidas de pasada. No es que, digamos, el cardenal estaba mal dormido, echó un discursete rápido para cumplir, y le salió eso. No. Estos conceptos son la palabra oficial, porque refieren a la encíclica Fides et ratio (Fe y razón), la meditada y definitiva postura de la Iglesia sobre ese tema. Su brevedad y claridad no hacen necesarias más explicaciones, y permiten a cualquiera entender que para la Iglesia la razón es un lujo innecesario. No parece una buena manera de amigarse con la razón, pero el bonachón cardenal previó un pasatiempo para que la razón no se aburra: descifrar las verdades dictadas por la fe. Se podría decir que la fe acomoda las realidades en un crucigrama celestial, para que la razón juegue a descubrir las palabras cruzadas.
     Al cardenal siempre le costó comunicarse con las personas. Entonces, no habla con personas, le habla a un concepto, le habla a la razón, como si le hablara a la primavera, al chiste, al metro cúbico. Le pide a la razón que sea valiente y se suicide, que se declare superflua. A una persona no puede pedirle que sea valiente y se suicide; a la razón, sí. Y si la razón se suicida, no hace falta quemar herejes. La Iglesia ha progresado.
     ¿A quién más le conviene que no pienses libremente?
     Le conviene al ideólogo, que quiere que adoptes su ideología. Adoptar una ideología (aun la propia) es otra forma de renunciar a pensar. Ojo que tener ideas, y defenderlas, da sentido a la vida; pero siempre que sean ideas pensadas libremente, sometidas a refutación en debate libre, revisadas críticamente. Tener ideas es distinto de tener ideología. La ideología cristaliza las ideas que adopta y, a través de ese cristal, mira la realidad. No practica la autocrítica, ni el debate, no revisa sus ideas, no concibe que puedan ser refutadas.
     Francis Bacon decía, hace cuatro siglos: “Los hombres se enamoran de determinadas partes del conocimiento y del pensamiento, sea porque se creen sus autores o inventores, sea porque han invertido mucho trabajo en ellas y se han acostumbrado a ellas. Una vez que el entendimiento de un hombre se decide por algo (porque es una creencia aceptada o porque le gusta), obliga a que todo lo demás lo apoye y esté de acuerdo con ello. Y si se topa con un número elevado de contraejemplos poderosos, no advierte su existencia, o los ignora, o hace discriminaciones sutiles para descartarlos y rechazarlos; todo ello con grande y peligroso perjuicio, con tal de preservar la autoridad de sus concepciones primeras”.
     Una ideología es un sistema de ideas propuestas como irrefutables, o sea, con calidad de dogmas. Un dogma no se discute. Si los hechos lo desmienten, exige negar los hechos, negar lo que está a la vista. Groucho Marx, artista del humor absurdo, decía “¿a quién va a creer usted, a mí o a sus propios ojos?”. El sujeto encerrado en una ideología dice lo mismo, pero en serio. Sin arte y sin humor, sólo le queda lo absurdo.
     Para pensar hay que atreverse, sapere aude, desechar los dogmas que nos metieron en el coco cuando éramos chiquitos, y los que quieren meternos ahora, que somos grandecitos.


Referencias
* Sobre Francis Bacon: Las imposturas intelectuales (Alan Sokal, Paidós, 2010, pág. 405).
* www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20030509_ratzinger-simposio_laterano_sp.html