Algo falló, Marx

Actualizado el 9 mayo 2018

     No soy marxista, dijo Karl Marx, y al distanciarse de esa pandilla de dogmáticos nos dio un buen motivo para apreciarlo, además de otros, los principales: su honesto interés por la justicia social y su modo de observar la historia, que ofreció una alternativa racional (científica, dijo él) a los desvaríos del romanticismo. Por otro lado, a doscientos años de su nacimiento en mayo de 1818, se consolida la comprobación de sus errores, entre los que me parece especialmente destacable la incongruencia de haber profetizado una futura sociedad comunista, confiando en algo tan romántico y anticientífico como es el mito de la unidad internacional del proletariado.
     No existe tal cosa y, sin intención de hacer profecías, no creo que vaya a existir. La clase obrera no es internacionalista, aunque sus algunos de sus dirigentes puedan serlo. La lucha obrera tuvo momentos memorables, cuando resistió las condiciones de trabajo impuestas por el capitalismo salvaje; pero aun entonces su acción no apuntaba a la revolución universal, sino a mejorar esas condiciones. Y la famosa revolución rusa no fue obrera sino popular: soldados, mujeres y hasta pibes. Los soldados querían paz, los civiles querían pan, no les interesaban las abstracciones políticas. Si el zar les hubiera dado paz y pan, se habrían quedado con el zar. Orlando Figes lo explica en detalle y con documentación, y su libro fue elogiado por el historiador marxista Eric Hobsbawm como “la mejor interpretación de la Revolución rusa que conozco”.
     La ambición del proletario es ser burgués. Los marxistas de manual, burgueses desclasados, desprecian a la burguesía y exaltan al proletariado, que quiere ser burguesía. Un novelón de amores no correspondidos. Esa ambición de los trabajadores es auténticamente superadora, no sólo porque implica la muy importante posibilidad de acceder a bienes materiales, sino porque de la burguesía (que me disculpe Marx, pero así son las cosas) surgió el pensamiento universal y liberador. La burguesía es el “pilar de la democracia”, dice el filósofo socialista, alguna vez marxista, Alain Badiou.
     El problema es que a veces los trabajadores buscan atajos, y entregan su lealtad a cambio de aguinaldos. Cuando los partidos socialistas eran las únicas estructuras que podían expresar la voz de los trabajadores y defender sus derechos, la clase obrera fue socialista. Además de las necesarias reivindicaciones materiales, esos partidos sostuvieron otras de mayor alcance: la dignificación del trabajo, la ilustración de los trabajadores, el sufragio universal. Pero aparecieron los fascismos, y la clase obrera los abrazó. No le importó que Mussolini reprimiera a los socialistas, ni que Hitler los enviara a los campos de exterminio. En la Argentina, apenas se instaló el fascismo, de la mano de Perón, los trabajadores le dieron su apoyo incondicional, sin importarles que Perón metiera preso a Alfredo Palacios, el primer diputado socialista de América Latina, promotor de la legislación laboral y social desde 1904.
     George Orwell ya lo había advertido en 1941: “Cuando dije que había dejado de creer en la solidaridad internacional de la clase obrera […] pensaba en la historia europea de los últimos diez años y en el gran fracaso que supuso para la clase obrera europea no mantenerse unida frente a la agresión fascista. La guerra civil española duró casi tres años, y en todo ese tiempo no hubo ningún país donde los trabajadores hicieran siquiera una huelga para apoyar a sus compañeros españoles. Si no me fallan las cifras, los trabajadores británicos dieron a los diversos fondos de ‘ayuda a España’ alrededor del uno por ciento de lo que gastaron en ese mismo período en las apuestas futbolísticas e hípicas. Cualquiera que hablase entonces con los trabajadores sabe que era casi imposible conseguir que comprendieran que lo que sucedía en España también les incumbía a ellos. Si existiera el menor asomo de solidaridad obrera internacional, Stalin no tendría más que hacer un llamamiento a los obreros alemanes en nombre de la Patria Socialista para que sabotearan la economía de guerra alemana. Pero no sólo no hay sabotaje, sino que los rusos tampoco hacen ningún llamamiento. Saben que es inútil. Hasta que Hitler caiga derrotado en el frente de batalla, contará con la lealtad de sus trabajadores…”.
     Qué bajón. Empecé hablando sobre un filósofo y terminé hablando sobre los fascistas. Pero es inevitable, una cosa trae a la otra. Ahora, el voto obrero sostiene al fascismo del siglo veintiuno (“posfascismo”, según Enzo Traverso), ese guiso indigesto que incluye entre otros a Le Pen en Francia, a los brexistas en el Reino Unido, a Trump en Estados Unidos, a Putin en Rusia. El capital se fortaleció haciéndose internacional, y los trabajadores se encerraron en las estrecheces del nacionalismo. Algo falló.



Referencias
* George Orwell (Carta al Partisan Review, 23 de septiembre de 1941, fuente: “Orwell en España”, Tusquets Editores, 2014, pág. 406).
* Orlando Figes, “La Revolución rusa”, Edhasa, 2017.
* Enzo Traverso, “Les nouveaux visages du fascisme”, Les Éditions Textuel, Paris, 2017.
* Alain Badiou, “Nuestro mal viene de más lejos”, Ed. Capital Intelectual, 2016, pág. 47.