Mi falta
de prudencia me induce a abordar este tema, tan contaminado por ideologías, mitos
y juicios morales anacrónicos. Empiezo por describir el contexto del modo más
objetivo posible, y te invito a que después veamos ideologías, mitos y anacronismos.
La
expresión pueblo originario equivale
a aborigen, y nombra a quienes habitan
un lugar en el que después se establecen otros. También equivale a indígena, palabra que usan la Constitución
Nacional argentina y sus precedentes. El concepto es universal, e incluye a
todos los pueblos indígenas, que suman más de 370 millones de personas distribuidas
en el mundo, en noventa países.
Además, es un concepto relacional, porque necesita
como complemento un grupo migrante que se establezca. Hablamos de pueblo originario
cuando llega el migrante, que podrá pasar a ser originario frente a otro
migrante posterior. La pregunta sobre cuándo empezó esto nos lleva muy atrás en
el tiempo. Los primeros humanos, por mutación genética de simios preexistentes,
aparecieron en algún momento en África oriental, y en sucesivas oleadas, durante
cientos de miles de años, se desparramaron por los continentes y poblaron el
mundo. Los humanos somos migrantes por naturaleza; somos caminantes, expansivos,
exploradores de nuevos ámbitos. Ninguna otra especie animal tiene esa
característica, y por eso cada lugar del mundo tiene su fauna típica.
Pero hace doce mil años apareció la agricultura.
Cuando el vínculo de los humanos con la tierra que pisaban se estabilizó, fue
posible que algunos se instalaran en algunos lugares antes que otros. Sin más
título de propiedad que el azar. Las migraciones continuaron, pero aparecieron
los primeros terratenientes (hoy llamados pueblos originarios) y surgieron las
disputas por la tenencia de la tierra. Fue necesario que se inventara la
escritura, hace cinco mil años, para que esas luchas entre originarios y
migrantes quedaran documentadas. Y pudimos ponerles nombres: la conquista de
los medos por los persas, la de los persas por Alejandro, la expansión de Roma a
expensas de otros pueblos, la caída del Imperio Romano, la caída del Imperio
Bizantino ante los turcos, la arrasadora propagación del islam, las invasiones
vikingas al norte de Europa, y todas las demás (muchísimas, incontables) luchas
que conocemos entre originarios e invasores.
No es trivial destacar que los originarios
no eran consultados sobre su deseo de ser visitados por los invasores, y que
éstos no los visitaban para hacer nuevos amigos. Nada de eso: cuando llegaban los
migrantes había enfrentamientos, y la fuerza o la astucia definían el duelo. Los
vencidos se salvaban del exterminio cuando las fuerzas en lucha eran más o menos
parejas, y los enfrentamientos, al hacerse prolongados o recurrentes, forzaban
una convivencia no deseada, un intercambio, una mezcla.
Por eso muchas culturas originarias no desaparecieron,
sino que fueron asimiladas por los conquistadores. Alejandro Magno respetó las tradiciones
locales, y así surgió la cultura helenística, con elementos griegos y orientales.
Luego llegaron los romanos, que recibieron esa herencia cultural. Con esos múltiples
aportes surgió lo que llamamos cultura grecolatina, base de la civilización
occidental. Los vikingos se fusionaron con los pueblos europeos a los que invadieron,
y originaron naciones como Inglaterra, Francia, Rusia.
Las
culturas se influyeron recíprocamente a través de la comunicación, incluso
hostil, entre originarios y migrantes. La comunicación es condición necesaria para
el progreso. Los pueblos que permanecieron aislados se atrasaron, y ese atraso los
hizo vulnerables, como ocurrió por ejemplo con los americanos precolombinos.
Para
comprender el presente es indispensable conocer esos hechos con objetividad, y aprovechar
las experiencias del pasado. Pero aparecieron los posmodernos con un toque de izquierdismo
a la virulé, cultores de la corrección política, y decretaron que la expresión pueblos originarios está reservada para los
precolombinos. Prohiben usar la palabra indígenas,
porque suponen, pobrecitos, que Colón la inventó cuando creyó haber llegado a
la India (indígena, pues, significaría “nacido en la India”). Entonces mezclan
a Colón con los conquistadores españoles y dicen (con el estilo gore que
los caracteriza) que la palabra está “manchada con sangre”. Habría que explicarles
que la palabra se origina en el latín, y su etimología no tiene nada que ver con
la India, sino con “el lugar”. Indígena significa “nacido en el lugar”. Pero andá
a hacerles entender.
El posmodernismo comparte gestos con el
romanticismo. Los románticos son sensibleros, los posmodernos son fatuos, pero unos
y otros son irracionalistas y defensores del atraso. En este asunto adhieren al
mito del “buen salvaje”, sostenido por el desordenado filósofo Jean-Jacques Rousseau,
según el cual el hombre en estado de naturaleza es bueno, y la cultura lo corrompe.
Con esta idea, imaginan que los indígenas precolombinos eran nobles e inocentes,
y vivían en un paraíso natural que fue destruido por la llegada de la cultura
europea.
Lo que ambos, americanos y europeos, sabían
hacer muy bien era encontrar causas y modos de matar al prójimo (al prójimo más
débil). Los españoles, bendecidos por los evangelizadores cristianos, y con armas
más modernas, masacraron a los aborígenes. A su vez, las tribus nativas venían
matándose entre sí con igual entusiasmo, y algunas se aliaron a los españoles porque
los veían como un mal menor, ante la ferocidad de sus enemigos locales. Y cuando
no estaban matando enemigos (y a veces comiéndolos, porque eran caníbales), los
indígenas se ocupaban de matar adolescentes de la propia tribu, extrayéndoles
el corazón sin anestesia, en sacrificios rituales.
De modo que los americanos eran tan delicados
como los europeos, sólo que mucho más atrasados, y por eso, el desenlace de la
confrontación estaba cantado. Los resultados estaban determinados por los
hechos, no por el derecho. No había tribunales internacionales ni se tenía conciencia
del crimen de genocidio, lo cual se alcanzó recién en el siglo veinte. Por eso,
es un anacronismo juzgar aquellas guerras sobre la base de valores actuales, a
los que llegamos después de siglos de progreso. Lo prueba el caso de Bartolomé
de las Casas, que pasó a la historia por su defensa de los indígenas, y propuso
que se los eximiera de realizar trabajos pesados… importando a tal efecto esclavos
africanos negros. O sea que don Bartolomé era tan bestia como los demás conquistadores.
Quien se detenga a hacer un análisis crítico y
objetivo de las costumbres rechazará, tanto los sacrificios humanos, como la
matanza de pueblos aborígenes y la destrucción de sus culturas para imponer santos
de ultramar (o para cualquier otra imposición). Pero el progresismo posmoderno opina
que hay una diferencia, marcada por el barco. Condena a los migrantes porque llegaron
en barco, es decir, con tecnología superior; idealiza a los originarios, porque
vivían en pelotas y en 1492 todavía no conocían la rueda ni la escritura; y justifica
las matanzas rituales porque (dice) formaban parte de la cultura de aquellos buenos
salvajes.
Para
comprender el presente es indispensable conocer el pasado con objetividad (lo
dije hace un rato, fijate), y lo que el pasado nos enseña es que el atraso no produce
salvajes buenos sino salvajes indefensos. Para salir del atraso necesitan instrucción,
no limosna. La caridad compra voluntades y lava conciencias sucias, pero no
libera, sino todo lo contrario.
La izquierda
posmoderna se opone a ilustrar a los pueblos porque (dice) eso equivale
a “aculturar”, o sea, contaminar con nuestros valores culturales la barbarie de
los atrasados; justifica la violencia ejercida por ciertas culturas y religiones,
para no faltarle el respeto a sus costumbres; y se gasta en gestos inútiles, como
rebautizar el doce de octubre, alborotarse con las estatuas de Colón, y hacer retórica
sobre antiguas luchas que no entiende.
Dice Noam Chomsky (un izquierdista honesto
y serio, ajeno a esa comparsa) que en otras
épocas los intelectuales de izquierda sabían bien que la ilustración es liberadora,
y trataban de poner el conocimiento al alcance de todos, para que no fuera
privilegio de pocos. La izquierda de ahora
enterró a aquellos intelectuales bajo toneladas de cháchara vacía. Esta
falsa izquierda fomenta el atraso y cultiva el pobrismo made in Vaticano, que
sólo sirve para mantener el statu quo, siempre esperando que aparezca un Colón a
quien cargarle las culpas.