Bonita historia. Lástima que...

Actualizado el 31 octubre 2017

  El trabajo de Winston Smith era reescribir la historia. Como todos los que cumplían esa función, cada día tomaba su puesto, vigilado por el omnipresente Gran Hermano, modificaba los archivos oficiales, única fuente de conocimiento, e incorporaba la nueva versión que, ese día, el Partido había dispuesto para la historia. Si todos los archivos contaban lo mismo, la mentira se convertía en historia, se convertía en verdad. La consigna del Partido era: “Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”. Lo que se declaraba verdadero hoy se convertía en lo verdadero desde siempre y para siempre. Lo llamaban “control de la realidad”, y ocurría en la novela 1984, de George Orwell.
      Esa novela estaba inspirada en el estalinismo. Pero, fuera de la ficción, en la realidad, hay otras novelas. La historia es víctima de las ideologías y de los intereses, porque los políticos tratan de imponer su propio relato como hecho histórico, para sostener su posición.
      Los nazis utilizaron varios relatos, muchísimos. Uno de ellos fue el de la “puñalada por la espalda”. En los últimos días de la primera guerra mundial, el ejército alemán seguía en las trincheras, pero estaba exhausto y no resistía más. La situación era desesperada, estallaban motines y asambleas. El alto mando, desbordado, buscó la forma salvar el “honor” y que otros pagaran los vidrios rotos. Ya que los socialistas pedían la paz, les ofreció el gobierno. El káiser renunció y huyó a Bélgica, se proclamó una improvisada república, se formó un gobierno socialista, y los generales le entregaron el fierro candente. El gobierno, la república, no tuvo más remedio que acordar el cese de las hostilidades y, después, firmar las duras condiciones del Tratado de Versalles. Así surgió la leyenda que incorporó la historia oficial nazi: mientras el ejército seguía luchando “sin haber sido vencido”, los socialistas le asestaron una puñalada por la espalda y entregaron el país.
      Quizá el fraude más audaz de la historia sea la “Donación de Constantino”. El primer emperador romano que autorizó la religión cristiana fue Constantino. Mató a casi toda su familia, pero, convenientemente arrepentido y bautizado, se entregó a la paz del Señor en el año 337. Siglos después, apareció un documento según el cual había donado al papa de su época el derecho a gobernar la ciudad de Roma y todo el Imperio. El prodigioso manuscrito, desconocido hasta entonces, estaba en las sacras manos del papa vigente en el año 800, que reclamó la potestad de designar emperadores y exigirles sumisión. Los emperadores se las arreglaban bastante bien sin bendiciones papales; pero en el secular tironeo entre papas y emperadores, un certificado no venía mal, hacía bulto. Hubo quienes sospecharon del paper providencial, pero la cosa quedó ahí. Fue necesario esperar algunos siglos, dejar atrás la Edad Media, llegar al Renacimiento. En 1440, el humanista italiano Lorenzo Valla anunció que la "Donación" era un fraude. Lo demostró mediante un análisis lingüístico del texto, que incluía expresiones y palabras inexistentes en la época de Constantino. Como si hoy nos presentaran un cuento de Shakespeare en el que Hamlet llama por teléfono a Romeo y Julieta para desearles un feliz día de San Valentín. La falsa “Donación”, según parece, fue redactada alrededor del año 750, por un fraile, a pedido del papa, que necesitaba un diploma de posgrado para negociar con Pipino El Breve, rey de los francos.
      Así siguió, y así sigue, la historia.
      Cuando el Imperio Otomano se disolvió, tras la primera guerra mundial, uno de los estados que surgieron sobre sus restos fue Turquía. Mustafá Kemal (Atatürk), su fundador y primer presidente, hizo reescribir completa la historia de Turquía, y para fortalecer la identidad nacional puso turcos en Anatolia desde la época de los romanos. La verdad es que llegaron ahí recién en el siglo trece, cuando fueron desalojados del este del Mar Caspio por las invasiones mongolas.
      En Francia, en 2005, se dictó una ley que en su artículo 4 ordenaba a los profesores de historia reconocer el “papel positivo” del colonialismo francés “especialmente en África del Norte”.
      Si seguimos buscando ejemplos, los encontramos a la vuelta de cada esquina. Como dice Hobsbawm, en las sociedades democráticas el Estado no está en condiciones de imponer una cultura oficial, pero el peligro es que “intente interferir con la búsqueda de la verdad histórica”. Y agrega: “Establecer la verdad histórica mediante decretos y leyes parlamentarias ha sido una tentación para los políticos, pero carece de espacio legítimo en un Estado constitucional”.
      En la Argentina, una ley de 2017 de la provincia de Buenos Aires ordenó a todos los órganos de gobierno, cada vez que hacen referencia a la última dictadura, poner “el número de 30.000 junto a la expresión Desaparecidos”. La cifra está controvertida y su perfecta redondez es bandera de una facción política. Un número menor no supondría un crimen menor. Pero el “control de la realidad” exige poner el número junto a la expresión. Winston Smith siempre tiene trabajo.

Referencias
* George Orwell, 1984, Random House Mondadori, 2015, pág. 42.
* Ian Kershaw, Descenso a los infiernos, Crítica, 2016, págs. 135, 177.
* Umberto Eco, Nadie acabará con los libros, Lumen, 2010, pág. 68.
* Eric Hobsbawm, Un tiempo de rupturas, Crítica, 2013, pág. 149.
* Enzo Traverso, ¿Qué fue de los intelectuales?, Siglo Veintiuno Editores, 2014, pág. 91.